Capítulo dos. Por Roxana Popelka

Mientras tanto, a las cuatro y media de la tarde de ese mismo día

La tía de Jessica termina de secar la loza de Sargadelos, deja comida y agua al abisinio rojo y se dispone a salir, hoy por tercera vez. Conecta la alarma -cuatro dígitos exactos- y cierra la puerta blindada con suavidad. Si por casualidad se equivoca al marcar la numeración salta rápidamente la alarma y llaman de la central preguntando por la contraseña. Ya le ocurrió más veces, por eso lleva apuntada la palabra Alaska en un papel, dentro del billetero de piel. Cruza la calle y mira de reojo el largo de la falda en el escaparate de una tienda de caramelos. No hace nada especial para ganarse la vida. Trabajó en una ONG dedicada a recolectar material escolar. Lo mandaban en Airbus a un país de América Latina que nunca llegaría a conocer. Primero estaba su marido, después la población analfabeta. Eso decía Antonio, y ella le hacía caso rellenando cada noche su vaso de Jack Daniels. Eran noches de sofá y tele con concursos y premios, noches sin nada que hacer. Se levantaba de madrugada; sisaba la calderilla de los pantalones de él que luego gastaba en máquinas tragaperras, o contactaba con tarotistas que le auguraban, una y otra vez, un futuro venturoso. Creía en el más allá y envidiaba a su hermana por haberse casado otra vez. Después de la muerte de Antonio conoció a Manuel, pero se lo dejó bien claro cuando le explicó que tenía mujer; nada iba a cambiar sólo se verían los martes hacia las seis. Ahora quiere renovar la casa para invitar a sus nuevas amigas. Las conoció en un hostal de las Rías Bajas, enseguida hicieron buenas migas. Se ven con frecuencia en un café de la calle Doctor Fourquet. Quedan siempre a la misma hora: a las cinco y diez.


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