Y destapé a la muerta creyendo que era un bulto sin más,
un bulto blanco tapado con la sábana.
Pero estaba la cínica rizada de gusanos
y enrollada en la sangre de sus caderas duras.
Tal vez si aquella rubia desnuda y amarilla
no hubiese abierto un ojo como si me llamara,
tal vez la gangrenada garganta de la muerta
exhibiendo su aguja de azul hacia mis manos,
yo no hubiera movido mis manos a su cuello
con los diez dedos verdes que el pánico apretó.
Aquella falsa estaba creciendo en la tiniebla,
clavándome las uñas, vendiéndome sus gérmenes.
La horizontal tenía el tacto de la noche
y el mismo polvo frío de un cementerio ártico.
Quise gritar y, entonces, como un limón de sangre
me exprimió
cuerpo a cuerpo con ella y sus espíritus.
¡Qué plasma tan extraño me ató a sus genitales,
qué charco de ceniza sobre mi cuerpo ardió!
Aquel cadáver recio de huesos sobrehumanos,
la más fiera asesina que nadie viera nunca,
yació, moviendo el cuerpo, inmóvil,
contemplando mi reloj que arrastraba las horas a la muerte.
Toda la noche estuve muriéndome en la bestia,
hablándole de tantos secretos de mi infancia.
Y ella, enemiga y viva, tomó mi esencia y forma
y hoy anda por los bares bebiendo con los hombres.
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