Horas previas a la fiesta, y algo late en las calles como palmas de peces rebotando sobre el suelo.Es por culpa de ese sonido misterioso, como un hormiguero que trabaja en la oscuridad removiendo la tierra, la sensación de que alguien está cambiando piedrecitas de lugar, que sobreviene la revelación en la mujer, afilada como una fórmula: ¿no es cierto, acaso? ¿no es cierto acaso que ha comenzado ya la fiesta?
Son tan sólo las tres de la mañana, una mujer sin peinar se levanta muy azul en las vacilantes horas previas al inicio de una fiesta, con un haz de nervios abriéndose por las puntas como cables de colores de hilo telefónico. Desvelada por un ataque de miedo a lo inconcreto comienza a preparar una tortilla para el futuro amanecer. Bate huevos descalza, y el sonido del batir en el plato hace que se enciendan algunas luces sigilosas en el patio. “¡Mañana empieza la fiesta!”, siente, angustiada. “¡Y está todo por hacer!”
Horas previas a la fiesta, y algo late en las calles como palmas de peces rebotando sobre el suelo. Es por culpa de ese sonido misterioso, como un hormiguero que trabaja en la oscuridad removiendo la tierra, la sensación de que alguien está cambiando piedrecitas de lugar, que sobreviene la revelación en la mujer, afilada como una fórmula: ¿no es cierto, acaso? ¿no es cierto acaso que ha comenzado ya la fiesta? La gente tiene esa tozudez, la de hacer las cosas en la noche anterior o posterior al día fijado, y en ese tipo de instantes en que suceden cosas ella siempre está dormida o haciendo tortillas, aplicándose dosis generosas de corrector de ojeras y con tapones de cera en los oídos.
No hay nada más terrible que esperar el paso de las horas previas a una fiesta. La mujer enciende la luz de la habitación, desesperada por encontrar un culpable, un cómplice y una víctima de su desasosiego, segura de que ha descubierto la traición final por la que el cosmos impide que todo el mundo se ponga de acuerdo para empezar la fiesta a la hora fijada. “Tú” acusa al hombre que duerme. “Tú me has robado la infancia”.
El hombre mira el reloj, aspaventado, enciende un cigarro, espera a que se mueva la saliva, petrificada como un gel bajo la lengua. ¿Quieres que me vaya? “No” ¿Quieres que me quede? “No”. ¿Quieres que haga algo?”. “No”. El hombre entiende que el “no” es la señal del “Sï”, la señal para entregarse a lo definitivo. Se dirige a la cocina, observa la tortilla a medio hacer y la termina, dejando caer sobre ella ceniza de su cigarro.
El hombre ya está despierto y así ella, íntimamente, ha consumado su venganza preventiva. “Creo que todo el mundo está ya en la fiesta”, dice con voz de sospecha. “Son las tres de la mañana.” “Sí, pero hay ruidos, señales”. “¿Señales?” “He oído una risa” “La gente está durmiendo. La fiesta empieza a las doce de la mañana”. “No” “Sí” “No. Tenemos que ser los primeros. La fiesta empezará cuando yo quiera. Antes de que las cosas empiecen a cambiar de nombre”. “Bien”, responde él. “Entonces que empiece la fiesta”. Abre el grifo. Llena tarros de cristal con macarrones. Dobla los trapos de cocina haciendo coincidir las esquinas con exquisita perfección. Ella le mira y piensa “cómo llegué hasta aquí y por qué”. “Hay que terminar con ellos” y “Pronto me desnudaré de nuevo”.
Él recuerda que al día siguiente tendrá que mover centímetro a centímetro el coche para seguir a la sombra, según esta se vaya desplazando. Ante todo, evitar que el sol caliente el coche y lo haga irrespirable. “Vamos a dormir, Almudena”. “No quiero dormir, quiero vivir” “Quedan siete horas todavía” “¡Tú no me amas conmigo, tu me amas contra mí!” le acusa, y calla.
Así es como la mujer azul se mueve sonámbula y sola en las horas previas a la fiesta, quedándose dormida justo en el momento en que la hermosa fiesta estalla, en un día de lluvia bajo el sol.
1 comentarios:
grandísima Susana siempre...
vi
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