El hombre acorralado se vuelve elocuente
George Steiner
Día uno
He aprendido a fumar en el respiradero; es un hueco metafísico atravesado por tubos de calefacción y cemento desconchado. A través de una rejilla silba el aire y recorta un trozo de cielo. Se atisba la arquitectura vagamente totalitaria de una Facultad de Medicina. Tiene gracia, si hubiéramos respetado la última voluntad de papá, él estaría ahora allí, flotando en una piscina de formol, y los estudiantes de Medicina le hubieran puesto de nombre Pepito o algún otro nombre vejatorio y ridículo. Ahora nos saludaríamos, yo desde el respiradero de mi habitación del hospital, él agitando el brazo como un ahogado, implorando un cigarrillo en la piscina de formol de la Facultad de Medicina. Pero mamá se negó a donar su cuerpo a la ciencia, así que a la mañana siguiente, en medio de un paisaje de tundra helada, lo fuimos a enterrar. El cementerio era feo y pueblerino, un recinto de tapias erizadas de cristales de botella, donde crecían ortigas y cardos. A papá se lo llevó un cáncer de pulmón. En seis meses retrocedió hasta la infancia, se hizo pequeñito y luego desapareció por su propio respiradero. Mis médicos son gente extrañísima. Uno tiene un cutis de palidez virginal y acento venezolano; su jefe adopta un gesto sublime, como si siempre estuviera escuchando un cuarteto de cuerda. Yo atiendo a sus indicaciones. Cada día que pasa más me atrae la idea de salir por el respiradero.
Día dos
Los vínculos entre literatura y enfermedad son demasiado evidentes. Es fácil adoptar los ademanes de un san Sebastián, ese icono del masoquismo que tanto obsesionó a la máscara de Yukio Mishima. Es, digámoslo claramente, un poco grosero. La enfermedad no es un hecho premeditado. O no debería serlo. Mishima convirtió su cuerpo en una piedra, en respuesta a su frágil salud. Nadie hace oposiciones a enfermo, como nadie en sus cabales oposita a escritor. El mito sacrificial del artista, que encarnó en la pintura Van Gogh, y quizá Kafka en la literatura, es una lectura posterior que soslaya una evidencia: ninguno de los dos quiso ser un pobre diablo. Ambas condiciones –la enfermedad y la escritura– llegan impuestas, de ahí que los escritores de verdad se sientan tan incómodos al ser preguntados por su condición. Sin embargo, si son preguntados por sus técnicas narrativas favoritas o por sus escritores más amados, hablarán sin parar, igual que los enfermos se vuelven especialmente lenguaraces cuando nos interesamos por sus dolencias. Las buenas maneras invitan a soslayar ciertos asuntos personales. Digámoslo de una vez: escribir no alivia de nada. En realidad, si la escritura dependiera de una cuenta de resultados más valdría dedicarse a otra cosa. Uno, simplemente, escribe. Con permiso, eso sí, del termómetro.
1 comentarios:
hombre, sí ayuda escribir, hasta se necesita a veces
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