A las seis en punto de la tarde
Yohana está sentada en la garita del número 18. Es rumana y trabaja de conserje en el edificio de la tía de Jessica. Suele empalmar dos turnos de ocho horas. La releva su prima Andrea, también rumana. Hablan con dificultad el español aunque saben deletrear revolución y marginal, y mandan a Bucarest 600 euros a fin de mes. Después del trabajo Yohana regresa a su habitación, se quita el uniforme azul oscuro, lo dobla cuidadosamente y lo guarda en una maleta color verde oliva que guarda encima del armario. Hoy no se ha maquillado, así que se lava los dientes y abre la cama plegable del piso de alquiler que comparte con su prima y otras más.
Tiene colgado en la pared de la habitación un mapa de Rumania donde aparecen itinerarios incomprensibles señalados con rotulador. Podía haber tenido marido e hijos, aunque prefirió huir de la miseria y probar suerte en España. Cuando libra los jueves sale con las demás rumanas; van al centro comercial a comer kebap. A veces también a bailar y se mezclan con gente de otra nacionalidad. El día en que llegó a Madrid caía una tormenta inusual en la capital. Había atascos kilométricos y madres desesperadas que agitaban la mano a taxis demorados. No llevaba impermeable y le preocupaba su pelo recién cortado; quería llegar presentable a la entrevista concertada. El trayecto en autobús lo hizo pensando en suculentos platos llenos de arroz y en cítricos del país. Ahora mira sus uñas esmaltadas con esmero y se muerde un padrastro del pulgar. Saca un espejo de mano y las pinzas de depilar e inclina la cabeza hacia delante; comienza a quitarse algunos pelillos sobrantes de las cejas. Justo en ese momento entran al portal los hermanos del segundo C, llegan gritando, como siempre, escapados de la baby sitter ecuatoriana que le dice a Yohana: al menos tú estás ahí tranquila yo tengo que aguantar a estos dos infiernos sin colegio. Yohana posa las pinzas de depilar y le cuenta que en su país, después de 1989, la gente emigró desde el pueblo a la ciudad, como es natural. La ecuatoriana sonríe; se le nota la dentadura gastada. Prefiere cambiar de tema y saca de la bolsa de plástico una falda estampada comprada en un chino por 8 euros; le pide opinión a Johana que se la prueba por encima del uniforme.
En ese preciso instante el cartero hace su reparto habitual en el número 18, coloca unos cuantos paquetes en la garita y le dice a Yohana: firma aquí, y señala con el dedo una casilla vacía. Se despide dejando el portal abierto que aprovecha el Fox Terrier de pelo corto para salir disparado hacia la calle, a su dueña, la del 4º con las ventanas de aluminio, no le ha dado tiempo a ponerle la correa en el ascensor y le grita, como si el chucho la fuera a entender: ¡Jack, Jack! ¿Qué fue lo que te dije al salir?
Yohana está sentada en la garita del número 18. Es rumana y trabaja de conserje en el edificio de la tía de Jessica. Suele empalmar dos turnos de ocho horas. La releva su prima Andrea, también rumana. Hablan con dificultad el español aunque saben deletrear revolución y marginal, y mandan a Bucarest 600 euros a fin de mes. Después del trabajo Yohana regresa a su habitación, se quita el uniforme azul oscuro, lo dobla cuidadosamente y lo guarda en una maleta color verde oliva que guarda encima del armario. Hoy no se ha maquillado, así que se lava los dientes y abre la cama plegable del piso de alquiler que comparte con su prima y otras más.
Tiene colgado en la pared de la habitación un mapa de Rumania donde aparecen itinerarios incomprensibles señalados con rotulador. Podía haber tenido marido e hijos, aunque prefirió huir de la miseria y probar suerte en España. Cuando libra los jueves sale con las demás rumanas; van al centro comercial a comer kebap. A veces también a bailar y se mezclan con gente de otra nacionalidad. El día en que llegó a Madrid caía una tormenta inusual en la capital. Había atascos kilométricos y madres desesperadas que agitaban la mano a taxis demorados. No llevaba impermeable y le preocupaba su pelo recién cortado; quería llegar presentable a la entrevista concertada. El trayecto en autobús lo hizo pensando en suculentos platos llenos de arroz y en cítricos del país. Ahora mira sus uñas esmaltadas con esmero y se muerde un padrastro del pulgar. Saca un espejo de mano y las pinzas de depilar e inclina la cabeza hacia delante; comienza a quitarse algunos pelillos sobrantes de las cejas. Justo en ese momento entran al portal los hermanos del segundo C, llegan gritando, como siempre, escapados de la baby sitter ecuatoriana que le dice a Yohana: al menos tú estás ahí tranquila yo tengo que aguantar a estos dos infiernos sin colegio. Yohana posa las pinzas de depilar y le cuenta que en su país, después de 1989, la gente emigró desde el pueblo a la ciudad, como es natural. La ecuatoriana sonríe; se le nota la dentadura gastada. Prefiere cambiar de tema y saca de la bolsa de plástico una falda estampada comprada en un chino por 8 euros; le pide opinión a Johana que se la prueba por encima del uniforme.
En ese preciso instante el cartero hace su reparto habitual en el número 18, coloca unos cuantos paquetes en la garita y le dice a Yohana: firma aquí, y señala con el dedo una casilla vacía. Se despide dejando el portal abierto que aprovecha el Fox Terrier de pelo corto para salir disparado hacia la calle, a su dueña, la del 4º con las ventanas de aluminio, no le ha dado tiempo a ponerle la correa en el ascensor y le grita, como si el chucho la fuera a entender: ¡Jack, Jack! ¿Qué fue lo que te dije al salir?
1 comentarios:
Me encanta volver de vez en cuando a este blog para ver las novedades de las 23 pandoras.
Un saludo.
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